Los rapanui llaman a su hogar Te pito te henua, «El ombligo del mundo» y también Mata Ki te Rangi, «Ojos que miran al cielo», dos nombres cargados de poética para referirse a un lugar que nosotros conocemos como Rapanui o Isla de Pascua. Sin duda, los moáis son la expresión más famosa y reconocible de su misteriosa cultura ancestral, pero cuando el visitante recorre este paraje siente que aquí hay algo más. No son solo sus colinas y sus volcanes extintos, ni su costa agreste ni sus magníficos atardeceree. Es difícil de explicar porque se trata de una sensación, algo que se respira en el ambiente. Quizás sea el hecho de saberse en medio del Pacífico lejos de todo o puede que, sencillamente, este lugar tenga algo verdaderamente mágico.
Llegar a la Isla de Pascua
Habíamos cumplido con el calendario y después de una carrera a contrarreloj que nos había llevado a través de Argentina y Chile, llegamos a Santiago a tiempo de tomar el vuelo con destino a la isla. Pasamos 5 días en Rapanui y aunque ir hasta allí nos había condicionado el ritmo de todo el viaje por América del sur, desde un principio sabíamos que este era el lugar donde queríamos celebrar el cumpleaños de Alexandra.
Volamos con la compañía LAN Airlines y aterrizamos cuando ya era de noche. En la pequeña terminal nos esperaba el encargado del camping Mihinoa, que nos recogió con su pick-up y nos llevó hasta el alojamiento, por 4 noches pagaríamos 55.000 pesos chilenos más 5.000 por el wifi y poder cargar baterías. Lo habíamos elegido porque era la opción más asequible, pero cuando llegamos allí y descubrimos que las tiendas estaban a pocos metros del mar vimos que había sido un doble acierto. Esa primera noche disfrutamos de un momento de paz y quietud en la oscuridad, frente a un mar que apenas divisábamos, pero que oíamos golpeando con fuerza la costa mientras contemplábamos con la boca abierta un cielo estrellado que no habíamos visto nunca antes.
Día 1
Estábamos muy emocionados y como una tienda de campaña tampoco es el mejor lugar para hacer el remolón, empezamos pronto el día. Desayunamos de las provisiones que habíamos traído con nosotros, porque aunque aquí hay supermercados, los precios son dos o tres veces más altos que en tierra firme. Para venir nos permitieron facturar una mochila de 23 kilos sin coste extra, así que para ahorrar nos trajimos hasta garrafas de agua.
El camping se encuentra en Hanga Roa, capital y único núcleo habitado de la isla. Con unos 5.000 habitantes es un pueblo de ritmo lento y tranquilo que lleva muy bien esto de la proyección internacional: paseando por aquí aún se respira cierto aire de afabilidad pueblerina. Hasta entonces no habíamos encontrado todavía ningún lugar turístico donde los locales nos saludaran por la calle o pararan a hablarnos sin que la charla derivara en alguna oferta de compra o contratación.
La idea para esa mañana era ubicarnos un poco, recorrer el pueblo y su entorno y, como no, ver moáis. Y aunque este era el plan, al final fueron los moáis los que nos encontraron a nosotros. Al poco de empezar a andar, dirección norte por la costa oeste, tropezamos de frente con la primera de estas estatuas. Desconcertados nos lo quedamos mirando, porque estaba allí, desprovisto de cualquier monumentalidad, sin ceremonia alguna, más parecido a un adorno de jardín que a una pieza histórica de incalculable valor.
Seguimos y nos encontramos al moái de Ahu Mata Ote Vaikava y al de Ahu Hotake, junto al embarcadero. No podíamos evitar sentirnos un poco descolocados. Habíamos visto tantas portadas del National Geographic con estas figuras que al encontrarlas así, integradas en el pueblo sin más, nos parecían algo así como una decoración kitsch para rellenar plazoletas. Si alguien nos hubiera dicho que esas eran réplicas de cartón piedra nos lo hubiéramos creído.
Llegamos ante el cementerio Tahai. Inaugurado en 1951 es el lugar de reposo de los isleños desde principios de siglo XX. Vale la pena pararse aquí, contemplar las distintas lápidas y comprobar que no hay dos iguales. Es cierto que la muerte nos iguala a todos, pero puestos a elegir un lugar de reposo eterno ¿porqué no quedarse con uno que sea único?
Y entonces llegamos a los Ahu Tahai y todo nos encajó, porque fue allí, dejando el pueblo a nuestra espalda y girando la vista hacia el mar, que al fin contemplamos los moáis que esperábamos. Este complejo arqueológico está formado por tres ahu o altares y gozan de una espectacularidad y una puesta en escena de la que carecen totalmente los vistos hasta entonces. El que está más al sur está formado por 6 figuras y se conoce como Ahu Vai Ure.
Más al norte están el Ahu Tahai propiamente dicho y el Ahu Ko Te Riku al cual se le restauraron los ojos y se le colocó un tocado rojo sobre la cabeza. Este aspecto, con ojos y sombrero, sorprende un poco al principio, pero según los investigadores muchos de los moáis lucían así en su época de esplendor.
Mientras disfrutábamos contemplando Tahai, apareció un pastor evangelista que anunció que estaban a punto de realizar la presentación de un niño a Dios. Intrigados por la ceremonia y animados por la amabilidad de la gente y por el magnífico telón de fondo decidimos quedarnos a verlo. Pensamos que veríamos algo solemne al estilo bautizo católico, pero el sincretismo con la tradición local nos hizo testigos de un ritual de lo más ameno donde no faltaron las loas al cielo y las canciones con un aire polinesio.

El pastor es el señor de la derecha: corona de flores y camisa es un atuendo mucho más relajado y amable que la estirada sotana de los católicos
Cuando el pastor dijo las últimas palabras de la ceremonia, empezó a llover. Los congregados, lejos de maldecir el cielo por arruinarles el día, sonrieron e incluso algunos alzaron los brazos, felices por recibir lo que interpretaron como una señal de aprobación proveniente del cielo.
La fiesta posterior ya no era cosa nuestra, así que continuamos perfilando la costa hasta dar con el Museo antropológico P. Sebastian Englert. Llegamos a pocos minutos del cierre (los fines de semana cierra poco después del mediodía) y apenas nos dio tiempo de dar un paseo rápido, ojear sus vitrinas y leer en diagonal tantos paneles como pudimos. En principio la entrada son 1.000 pesos chilenos, pero quizás porque habíamos llegado tan tarde, nos dejaron pasar sin pedirnos nada. Si queréis conocer un poco más de la interesante cultura de la isla esta es una parada imprescindible.
En la isla abundan los caballos y los perros. Los primeros pastan indiferentes junto a los caminos y los segundos vagabundean arriba y abajo buscando alguien que les preste un poco de atención. A poco que les hagáis una señal conseguiréis un compañero canino para vuestras andanzas insulares.

Este nos acompañó un par de horas hasta que encontró un par de colegas peludos y nos dejó sin siquiera un ladrido de despedida
«La isla pertenece a Chile, pero no es Chile» nos dijo un señor de Santiago que conocimos en el comedor del camping a la hora de comer. A pesar de compartir la nacionalidad chilena, isleños y continentales se perciben mutuamente como gentes muy distintas y las diferencias históricas y culturales que mantienen se antojan tan anchas como el mar que los separa. Sin embargo, todos reconocen que la unión favorece a ambos: la isla se beneficia de la inversión en infraestructuras del gobierno y el país por su lado puede presumir de esta atracción turística. A pesar de esto, conscientes de la importancia global de la explotación turística del lugar, los pascuenses no dudan en tomar medidas drásticas como bloquear el aeropuerto cuando quieren que se preste atención a sus demandas. Desde 2007 la constitución chilena recoge un estatuto de gobierno distinto para la isla más afín a las tradiciones y a las formas de administración propias del lugar.
La subida hasta Orongo
El plan para la tarde era recorrer el sendero del Te Ara o Te Ao que sigue la ruta que hasta hace unos 150 años servía para llegar a la aldea ceremonial de Orongo y celebrar el ritual del Tangata-Manu, el Hombre-Pájaro. Antes de empezar pasamos por la cueva de Ana Kai Tangata, una inestable gruta frente al mar de gran importancia ceremonial.
En su techo pueden observar-se pinturas rupestres en tonos rojizos, blancos y negros que representan varias especies de aves como el gaviotín o la manutara.
Te Ara o Te Ao significa «El camino del Mando» y alude al «ao«, un remo ceremonial que simbolizaba el poder de los jefes. Se dice que después de la competencia del Hombre-Pájaro, el ganador descendía de la montaña con un ao en su mano que le abalaba como vencedor. Es una ruta de 3,7 kilómetros con unos 300 metros de desnivel y que pude hacerse en 60-90 minutos.
Un tema muy importante que no hemos comentado es que para entrar a Rapanui hay que pagar una entrada. Toda la isla forma parte del Parque Nacional Rapa Nui y por lo tanto, solo por el hecho de estar aquí, hay que pagar. Hay una oficina para comprar la entrada en el aeropuerto, pero sucedió que cuando llegamos y vimos la cola que había montada decidimos que ya la compraríamos cuando entráramos al parque, pues no sabíamos que, de hecho, ya estábamos dentro. Como nadie nos dijo nada ni controló que la tuviéramos, sencillamente entramos sin pagar. Luego, en el camping, nos enteramos que pueden pedírtela en cualquier momento y que hay dos lugares donde controlan que la tengas: en la entrada del Orongo y en la cantera de Rano Raraku. Aunque los 30.000 pesos chilenos picaban bastante, preparamos la cartera porque no nos iríamos de aquí sin ver estos dos reclamos. ¡Pero sorpresa! Llegamos a las taquillas del inicio del sendero y descubrimos que por la tarde no se venden boletos.

Esta es la foto que demuestra que nosotros «queríamos» a pagar la entrada. Al menos teníamos la intención
Emprendimos la marcha asumiendo que si arriba había una oficina para controlar el acceso, también venderían entradas.
Tras derramar unos cuantos litros de sudor, llegamos hasta el mirador del cráter del volcán Rano Kau. La isla tiene forma de triángulo rectagular y en cada uno de sus vértice se encuentra un volcán. De hecho, fue la unión de los materiales expulsados en sus erupciones la que formó la isla.
El interior del volcán es un humedal protegido donde se conservan un gran variedad de especies vegetales autóctonas.
Y llegamos a la entrada de la aldea de Orongo, sacamos el monedero dispuestos a comprar el billete y nos dice la taquillera que ella no vende boletos, que solo controla que la gente los tenga. Llevábamos una sudada tal y se nos quedó tal cara de pasmados que la señora se apiadó de nosotros y nos dejó pasar ya tampoco faltaba mucho para cerrar y «solo porque habéis hecho el esfuerzo de subir andando«.
Antes hemos nombrado un par de veces el ritual de el Hombre-Pájaro, pero ¿de qué va esto? Pongámonos en modo profesor de historia y empecemos por el principio. En su etapa prehistórica los isleños adoraban a los antepasados y lo expresaban mediante el tallado masivo de moái. Sin embargo, esta costumbre decayó a partir del siglo XVI y fue substituida por el culto al dios Make-Make, señor de la fertilidad, la primavera y capaz de asegurar la llegada de las aves migratorias. La aldea de Orongo es el fruto de esta nueva tradición.
Este pueblo, situado en el borde del volcán y frente a unos impresionantes acantilados era ocupado, solo durante unas semanas al año, a comienzos de primavera. En esta época los jefes de las diferentes tribus de la isla (o sus representantes) competían para conseguir el primer huevo del manutara, el gaviotín apizarrado, una ave migratoria que anidaba en el cercano islote Motu Nui.

Moto Nui es la más grande de las tres islas que se ven en la foto y es también el territorio chileno más occidental
Los participantes descendían por el acantilado y nadaban hasta la isla donde permanecían días o semanas esperando a que llegaran los pájaros para luego cogerles un huevo. El primero en lograrlo regresaba a la aldea y allí él (o el jefe al que representaba) se convertía en el Tangata-Manu, el Hombre-Pájaro. Este título le daba ciertos derechos sobre las aves y, técnicamente, lo convertía en un individuo sagrado que debía pasar un año en reclusión ceremonial.
Construir estatuas gigantes y competiciones donde uno se juega la vida, está claro que a los rapanui no les gustaban las cosas sencillas.
De regreso al camping el sol empezó a descender y cuando llegamos junto al mar nos regaló uno de esos fantásticos atardeceres isleños en que el disco brillante se oculta tras la línea del océano. Para nosotros, que hemos crecido con el mar al este y las montañas al oeste, es un espectáculo que nos encanta.
Esto fue lo que hicimos en nuestro primer día recorriendo la isla de Pascua, en la próxima entrada os contaremos qué vimos y qué hicimos en los siguientes días. ¡Por cierto! Si subís hasta el Orongo y por el camino os encontráis un móvil, ¡guardadlo que es de Alexandra!
Hola Guillem y Alexandra, excelente articulo!!!
Somos Marcela y Gabriel, los chicos que hicieron una sesión fotográfica vestidos de novios, se acuerdan?
A todo esto, el señor que les dijo “La isla pertenece a Chile, pero no es Chile”, fue mi suegro?
Saludos desde Chile.
Marce y Gabriel
Hola pareja como estáis?? Ya vi algunas de vuestras fotos en el Facebook de Orlando. ¡Qué gran proyecto el vuestro de fotografiaros así por todo el mundo! Y si, fue tu suegro el que hizo el comentario, me pareció una muy buena definición de la realidad de la isla. Dadle un buen saludo de nuestra parte!! Saludos desde Tarragona (ya estamos de vuelta en casa!)