No formaba parte del plan, pero cuando en la terminal nos informaron de que nuestro autobús no salía hasta las 11 de la noche del día siguiente vimos que teníamos tiempo de visitar Santiago de Chile. Sabíamos que era muy poco tiempo, pero ni por un momento nos planteamos desaprovechar la ocasión: teníamos un día por delante y una gran ciudad que descubrir.
Seamos honestos, visitar una gran capital del calibre de Santiago y pretender ver todos sus lugares emblemáticos en tan poco tiempo es una tarea pretenciosa por no decir absurda. Llegados a este punto del viaje, teníamos los tiempos muy marcados y ya no había margen para alargar la estancia o nos arriesgábamos a perder el siguiente vuelo. El planteamiento de abarcarlo todo nos parecía la mejor manera perfecta de terminar agotados y estresados, así que preferimos tomárnoslo con calma y disfrutar de un tranquilo paseo por la zona centro.
Santiago es la capital de Chile y la más grande de las ciudades del país con algo más de 7 millones de habitantes. Situada en un valle, se encuentra a un paso de los Andes, pero igualmente cerca de las playas del océano Pacífico y de la bohemia y colorida ciudad de Valparaíso. Desde la época colonial hasta la actualidad ha sido una de las ciudades más vibrantes y culturalmente activas de América latina.
¿Qué vimos?
De todos los edificios emblemáticos, el Palacio de la Moneda era el imprescindible que no queríamos perdernos. Nos montamos en la línea 1 del metro en Estación Central y fuimos hasta la parada de La Moneda. Quizás sea porque hemos visto muchas veces las imágenes del asalto al palacio que llevó a cabo el militar Augusto Pinochet el 11 de setiembre de 1973, pero al encontrarnos frente a la inmaculada fachada, sentimos esa punzada incómoda que uno nota cuando se encuentra ante un lugar que ha formado parte de algún triste capítulo de la historia reciente.
Es posible visitar el interior en un tour guiado que ofrecen gratuitamente desde la propia institución, pero para hacerlo hay que reservar con antelación.
Desde allí paseamos con más tranquilidad de la que nos aconsejaba el reloj hasta llegar a la concurrida Plaza de Armas, auténtico corazón palpitante de la zona centro. En ese momento una multitud se arremolinaba frente a las escaleras de la catedral formando un corrillo alrededor de un par de cómicos que arrancaban carcajadas continuas. Estuvimos ahí un rato escuchando con una media sonrisa, hasta que nos vimos forzados a reconocernos mutuamente que de cada 5 palabras entendíamos 1 y porque la deducíamos por el contexto. Ya nos habían avisado: aunque compartamos idioma, entender a un chileno puede ser una tarea complicada.
Desde su fundación, esta plaza ha sido el eje de la vida política y religiosa de la ciudad y a su alrededor se reúnen algunos de los edificios de poder más emblemáticos, como la catedral metropolitana. El rostro de este edificio neoclásico, construido entre 1748 y 1800, estaba en pleno proceso de adecentamiento así que la contemplamos con algunas vallas y andamios de por medio.
Al otro lado de la plaza encontramos el edificio de correos y aprovechamos para mandar algunas postales. Si, si postales de esas de papel con sello y su todo, un detalle algo desfasado, pero que siempre hace más ilusión que una foto mandada al WhatsApp o al correo electrónico. Entre este edificio y el de la Municipalidad de la ciudad encontramos el Museo Histórico. No dudamos en entrar porque la entrada era gratuita y, además, nos ofrecía la posibilidad inmejorable de resguardarnos del sol y culturizarnos un poco. En el se guarda un nutrido fondo que repasa la historia de la ciudad y del país, desde los episodios más trascendentales a sus aspectos más costumbristas.
Uno de los objetos más morbosos son las gafas rotas de Salvador Allende. Triste recordatorio de la barbarie militar y metáfora explícita de una época de ilusiones truncadas. En el momento de nuestra visita no estaban expuestas porque se encontraban en manos del departamento de conservación.
El edificio que alberga el museo fue construido como parte de la maquinaria administrativa del imperio colonial español, pero tras la independencia se convirtió en la sede de algunas reuniones del Congreso Nacional e incluso el héroe nacional y libertador Bernardo O’Higgins tuvo aquí una oficina. La construcción dispone de una torre del reloj a la que se puede ascender a ciertas horas acompañado de un guía y disfrutar de unas inmejorables vistas sobre la Plaza de Armas.
Entre la muestra de arte cartelista queríamos compartir con vosotros un mensaje que nos hizo sentir mal por todas esas cervezas de más que alguna vez nos hemos tomado. Eso que te pasas con el vino y acabas cargándote la raza y encerrado en un manicomio. Quizás es un poco hardcore, pero nos hizo gracia.
Queríamos pasarnos por el Mercado Central, pero nos entretuvimos tanto que llegamos allí justo a tiempo de ver como el guardia cerraba la verja de entrada. Un tipo verdaderamente comprometido con su trabajo que ni siquiera nos permitió asomarnos un instante al interior. Apretando el paso rodeamos el edificio a ver si había algún vigilante más rezagado en sus labores, pero ya estaba todo cerrado. De todas formas, un mercado sin compradores y mercancías no tiene mucha gracia. Desde sus inmediaciones pudimos echarle un vistazo desde la distancia a la estatua de la Virgen María en el cerro San Cristóbal.
Desandando el camino de regreso a La Moneda dimos con este local de comida rápida llamado Tarragona, como nuestra ciudad. La coincidencia fue graciosa, pero lo que más nos gustó fue el uso de la «palabra» «Tarregüeno», derivación libre y creativa del concepto «Está rebueno». ¿Cómo no se les habrá ocurrido algo así a los de promoción turística de Tarragona?
Durante el paseo nos cruzamos con bastante gente que llevaba en la mano un baso de un líquido parduzco con cosas inidentificables flotando en su interior. Con curiosidad nos acercamos a preguntar al chico que proveía a los viandantes de tal líquido, pero desconcertado por el hecho de que no supiéramos qué era no supo decirnos mucho más que el nombre mote con huesillos. Una atenta señora, vaso en mano, nos explicó que se trata de un líquido dulzón hecho a base de melocotón seco, trigo y azúcar. Nos lo vendió como la quintaesencia de la chilenidad, así que nos compramos un vaso y fuimos a sentarnos a la sombra del jardín frente a La Moneda.
Cuando cayó el sol y el metro abarrotado hasta los topes nos lo permitió, regresamos a la estación central donde cenamos de los puestos callejeros que la rodean y esperamos a que llegara el autobús. Nuestros días de arrastrar mochilas por estaciones de autobuses sudamericanas tocaban a su fin, pero aún nos quedaba una última carrera hacia el norte. ¡Hasta pronto Santiago, nos queda pendiente una visita más larga para conocerte mejor!
Excelente información sobre sus viajes, si en algun momento decide visitar Chile, nosotros somos unApart Hotel en Santiago y ¡estamos listos para su visita!