Hay un lugar en el altiplano boliviano donde la tierra, el cielo y el agua se unen para formar uno de los paisajes más especiales y sugerentes que hemos visto hasta el momento. Un vasto desierto blanco donde se pierde toda noción del contexto y la medida, donde lejos y cerca se confunden en un espejismo de belleza sobrecogedora. Se trata de un lugar extremadamente atractivo, pero que a la vez esconde grandes peligros. Estamos hablando, como no, del increíble Salar de Uyuni.
Después de la odisea del autobús llegamos al pueblo de Uyuni sobre las 4 de la tarde, casi 10 horas después de lo previsto. Traqueteando por la árida carretera sin asfaltar que lleva hasta allí, vimos las primeras manadas de vicuñas y nos apresuramos a sacar la cámara para captar, aunque fuera en una imagen fugaz, estos camélidos autóctonos. ¡Qué poco sabíamos que en los próximos días las veríamos hasta la saciedad!
La historia del bus se había convertido en una absurda comedia de la que nos reíamos y que, por encima de todo, había servido para formar un grupo de viajeros unidos por el buen humor. El retraso no nos supuso ningún problema, al contrario, nos dejó un día de margen para poder descansar, pero hubo otros que habían llegado a Uyuni con las horas contadas y como no habían llegado a tiempo para el tour de la mañana se fueron al día siguiente sin haber visto nada. Ellos si que estaban enfadados.
Lo primero que hicimos al llegar fue visitar la oficina de la empresa Illimani donde después de presionar un poco conseguimos que nos devolvieran el 50% del precio del billete. ¡Todo un logro! El jaleo organizado atrajo a los comerciales de las agencias turísticas, así que no tardamos en tener una buena oferta sobre la mesa. Al ser tantos teníamos bastante capacidad para negociar y una docena acabamos en la empresa Sumaj Jallpha que por 700 bolivianos nos ofrecía la excursión de tres días con conductor, transporte, comida y alojamiento incluido. Si el precio ajustado no era suficiente gancho, la empresa dejó claros sus puntos fuertes: tenían «la mejora comida» y sus conductores no estaban borrachos. ¡Decidido! ¡Ya teníamos plan! Con esto resuelto, salimos a dar una vuelta por Uyuni y a cenar. En el pueblo no hay mucha cosa que ver y los precios, como era de esperar, son notablemente más altos que en La Paz.
Norma Jean, la dueña de la agencia, nos contó que los hoteles y las agencias turísticas locales se habían organizado recientemente para fijar y estabilizar los precios para evitar que la competencia repercuta en una bajada de precios. No sabemos cuanto hay de cierto en lo que nos dijo, pero aseguró que a partir de 2015 ya no se podrían conseguir precios tan bajos como el que nos había ofrecido y que en adelante tours como el nuestro costarían un mínimo de 900 bolivianos.
Día 1
A las 10 de la mañana vinieron a recogernos al hostal con los 4×4. Nos dividimos en grupos de 6 y, después de aprovisionarnos de agua por si a caso, emprendimos la marcha. La primera parada del día fue el cementerio de trenes, donde reposan los esqueletos de las primeras máquinas que llegaron a Bolivia a finales del siglo XIX. En su momento de esplendor, fueron símbolo de progreso y esperanza para la siempre dura vida del altiplano y los raíles se convirtieron en la columna vertebral de una fructífera industria minera. Cargamentos de plata y otros minerales cruzaban estos territorios, pero el sueño duró poco y cuando los inversores encontraron nuevas empresas se olvidaron de este lugar y empezó la decadencia. Ahora, todas estas máquinas, desposeídas de toda su gloria pasada, reposan en un chatarrero para disfrute de los visitantes.
Muchos tours empiezan por aquí, así que para cuando llegamos ya estaba lleno de gente. A pesar de la concurrencia, si uno consigue abstraerse de la muchedumbre y mira a su alrededor puede contemplar una imagen cargada de triste melancolía. La aridez de la tierra, la austeridad de sus habitantes y sus hogares junto a los hierros retorcidos cubiertos por la herrumbre son un triste recuerdo de una promesa de buenaventura que pasó de largo. Este testimonio de un esplendor efímero es ahora un parque de juegos para que los viajeros se columpien entre las vigas y hagan el mono trepando por la chatarra.
Entre tanto hierro oxidado, en un descuido Alex se estrelló contra una barra metálica. Lo hizo con tanta fuerza e ímpetu que la estructura completa vibró y sonó como una campanada. Por suerte es una chica dura y a pesar de la sonoridad de golpe apenas se hizo daño. Eso si, durante las siguientes semanas dejamos de ser una pareja y nos convertimos en un trío porque el chichón que salió acabó cobrando entidad propia.
Después de los trenes fuimos a un mercadillo de artesanía con recuerdos muy parecidos a los que ya habíamos visto en Perú, pero a mejor precio, así que aprovechamos para comprar un gorrito y una pequeña cruz andina. ¿Y sabéis lo que pasó entonces? Se estropeó el coche. Cuando el conductor cabizbajo nos dijo que no podía arrancar no pudimos evitar reírnos a carcajadas. Definitivamente estábamos tocados por la mala suerte, pero nos sobraba el buen humor para reírnos de ello.
Esperando que lo repararan y para no perder el tiempo, adelantamos la hora de comer. Nos habían garantizado que tendríamos la mejor comida, pero aunque las raciones eran abundantes, al diseccionar la milanesa de pollo descubrimos que nos habían servido un plato de rebozado. Vamos, que teníamos milanesa de pollo, pero sin pollo. A pesar de eso dimos buena cuenta de ello y compartimos el almuerzo con unos niños que aparecieron por allí. Con curiosidad y recato aceptaron la milanesa con avidez, pero tras darle un bocado nos miraron con una mueca torcida y nos dijeron con mucha educación que preferían no comerse eso. Suponemos que esta es la consecuencia de forzar la bajada de precio con tanto regateo. Por alguna parte hay que recortar y el primero que se llevó el sablazo fue el pollo.
Cuando al final el chófer se dio por vencido y viendo que se nos iba el tiempo, trajeron otro coche que nos llevó, por fin, a visitar el salar. Estábamos tan impacientes por visitar el desierto que nos enganchamos a la ventanilla atentos a cualquier cambio del paisaje. No tardamos en ver la arena mezclarse con el blanco de la sal, primero en pequeñas manchas, pero luego, de repente, nos encontramos avanzando por una extensa llanura blanca enmarcada, a la lejanía, por el perfil de las montañas.
El Salar de Uyuni
Para que os hagáis una idea del tamaño de este desierto de sal, pensad que sus más de 10.500 kilómetros cuadrados son una extensión comparable a la de Asturias, que acumula más de 10 mil millones de toneladas de sal y es considerada la mayor reserva de litio del mundo. A pesar de sus recursos minerales, el verdadero atractivo del páramo es su singular belleza.

La forma tradicional de explotar la sal consiste en amontonarla para que se evapore el agua y luego recogerla

El gobierno boliviano ha cerrado el paso a la explotación por parte de empresas extranjeras, así que las cantidades extraídas son muy modestas

Los únicos que pueden trabajan aquí son los miembros de la cooperativa del cercano pueblo de Colchani
Bajamos del coche en un antiguo hotel construido a base de bloques de sal, reconvertido ahora en centro de visitantes. Junto a él se ha erigido un monumento de sal, como no, con el busto del logotipo del Dakar, que en los últimos años ha atraído mucho turismo e ingresos a la región.
Nos adentramos un poco más en la llanura blanca, pero debido a las recientes lluvias y por una cuestión de seguridad el paso a los sectores más interiores estaba cerrado. Y es que a pesar de su belleza, se trata de una región peligrosa donde los accidentes son relativamente comunes. Aunque la superficie del salar es aparentemente plana y compacta, a veces aparecen grietas o el terreno se hunde repentinamente y si el conductor no está muy atento es fácil que las pase por alto y acabe clavando el coche. Nos contaba el chófer que otro problema son los extranjeros que entran en el salar sin conocer el terreno y que terminan perdidos y completamente desorientados.
La ausencia de referencias visuales hace que calcular distancias en este paraje sea extremadamente complicado, lo que da mucho juego para crear ilusiones ópticas y sacar alguna de esas fotos tan divertidas.
Nos llamó la atención la escasa variedad de vehículos que se ven por aquí: solo hay Nissan Patrol y Range Rovers. Preguntamos a propósito de ello y el conductor nos contó que con el tiempo se ha visto que estos dos modelos son los que han demostrado mayor resistencia a la exposición prolongada a la acción corrosiva de la sal.
Fascinados por el paisaje, estuvimos por allí un par de horas que pasaron volando. Unos consejos: si venís no os olvidéis el protector solar, las gafas de sol y los más delicados coged también las chanclas, que la sal pincha bastante. Para despedirnos, el chófer nos dejó montarnos en la baca del coche y desde el techo del vehículo pudimos echar un último vistazo a este paraje tan especial.
Como habíamos perdido unas horas con la avería del coche, esa noche no llegaríamos a tiempo para dormir en el hospedaje previsto y al final nos quedamos en San José donde el chófer nos consiguió un alojamiento bastante apañado. La única pega del lugar era que para que la llave que abría el agua de nuestra ducha estaba en la habitación contigua. Todo un ejemplo de creatividad fontanera.
En la próxima entrada os contaremos cómo fueron y qué vimos durante los dos siguientes días de excursión por el altiplano boliviano.
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