Pocos lugares del mundo son tan reconocibles y famosos, pero a la vez tan desconocidos e intrigantes como la ciudad inca de Machu Picchu. ¿Fue un centro religioso o una ciudad reservada a la nobleza? ¿Cómo transportaron esos enormes bloques de piedra? ¿Cómo ejecutaban obras de ingeniería tan precisas si no conocían la rueda, la escritura ni las herramientas de hierro? ¿Cómo es posible que allí arriba un agua pequeña cueste 8 soles? Cuestiones misteriosas que intentamos desentrañar en nuestra visita.
Sonó el despertador a las 5.30 y lo primero que hicimos fue asomarnos a la ventana. Había llovido toda la semana y un chaparrón nos había empapado la noche anterior cuando llegamos a Aguas Calientes. Miramos al cielo y vimos estrellas: no llovía y no había nubes a la vista, así que respiramos aliviados. Sin perder un minuto cogimos las mochilas, las botellas de agua y los bocatas y nos fuimos a la parada de autobús.
Todavía era de noche, pero la plaza junto al río donde se concentran los buses ya era un hervidero de turistas. Coger uno de estos es la forma más sencilla y rápida de llegar a la ciudad, tarda 20 minutos pero cuesta 24$ ir y 24 más volver. Para cuando llegamos el sol ya había salido, pero la niebla ocultaba todo lo que había a nuestro alrededor.
La subida al Huayna Picchu
Sin duda, esta iba a ser una de las paradas más importantes de Sudamérica y, aunque nos moríamos de ganas de explorarla, decidimos disfrutar al máximo de la experiencia y asegurarnos una primera visión lo más espectacular posible. Por esto decidimos subir al Huayna Picchu, el pico que aparece al fondo de foto típica de la ciudad y desde donde se tienen unas vistas inmejorables de todo el complejo.
Huayna Picchu significa «Montaña joven» y se opone al pico Machu Picchu, la «Montaña vieja«, creando entre ellas el espacio donde se encuentran las ruinas. Para subir «la joven» hay que reservarlo previamente, en nuestro caso al ser temporada baja pudimos hacerlo dos días antes e incluso elegimos turno. El camino es angosto y por una cuestión de capacidad física, se limita la entrada a un máximo de 400 personas por día en dos turnos de 200, uno a las 7 y otro a las 10. En la medida de lo posible se intenta que los dos grupos no coincidan en el camino, por lo que deja unas tres horas para subir, contemplar, maravillarse y bajar.
Con la sobre excitación que llevábamos encima habíamos llegado sobrados de tiempo, pero fuimos capaces de reprimirnos y nos negamos a empezar la visita. A pesar de haber vislumbrado algunas construcciones y los bancales incas entre la niebla, intentamos no mirar demasiado y reservarnos el placer de descubrir la ciudad para cuando pudiéramos contemplarla desde las alturas en todo su esplendor. Todo fuera por buscar el efecto más dramático, aunque como os podéis imaginar se nos escapó más de una mirada y alguna que otra foto.
A las 6.30 formamos en fila ante el control de acceso al Huayna Picchu y a las 7 puntuales empezaron a darnos paso. Antes de dejarnos entrar comprobaron los tiquets y nos hicieron apuntar nuestros datos personales en un libro de registro que tendríamos que firmar a la salida. Este autógrafo final es muy importante, porque si no consta se asume que te has perdido en la montaña.
Empezamos a subir a paso acelerado impulsados por la impaciencia, pero no tardamos en acalorarnos. Entre la humedad del ambiente y la altura, 2.453 metros sobre el nivel del mar, la pendiente se hizo más dura de lo que pensábamos y, aunque habíamos calculado que en 45 minutos podríamos estar arriba, al final nos llevó una hora.
En el último tramo nos detuvimos a descansar un momento y nos quedamos contemplando la capa algodonada de nubes que lo cubría todo a nuestros pies. Ahí estábamos, intentando distinguir alguna cosa cuando un viento caprichoso despejó un hueco y, por sorpresa y un poco a traición, nos encontramos cara a cara con las ruinas de Machu Picchu. Habíamos visto esta exacta imagen innumerables veces en revistas y documentales, pero pese a conocerla tan bien, nos sacudió como si fuera la primera vez.
Con esta imagen grabada en las retinas y con una sonrisa tonta en los labios recorrimos los últimos metros. La niebla empezaba a levantarse y, poco a poco, nos reveló los picos cercanos y el río Urubamba. Durante media hora nos quedamos extasiados por estas espectaculares vistas, estábamos tan contentos que no nos importó la multitud armada con palos para selfies que se agolpaba en el escaso espacio de la cima. De hecho la muchedumbre tiene cierto aspecto positivo: en 2004 un turista ruso sudó la gota gorda para llegar el primero hasta aquí, cuando satisfecho por su hazaña se alzó y contempló que había llegado en solitario al punto más alto, fue golpeado mortalmente por un rayo. ¿Moraleja? Quizás tanta gente os agobie, pero en caso de tormenta, pensad que el alto del grupo os servirá de pararrayos.
Poco antes de las 10 iniciamos el descenso. Hay que ir con cuidado, porque la primera parte del descenso resulta un poco vertiginosa con peldaños estrechos y extremadamente empinados. Aseguraros de no tener al torpe de turno detrás o os arriesgáis a caer víctimas del efecto dominó.
Visitando las ruinas de Machu Picchu
Habíamos quedado a las 11 junto a la puerta de acceso con nuestro guía, así que teníamos unos minutos para comer algo y para embadurnarnos de crema solar. Mientras esperábamos sufrimos los abusivos precios del lugar: la botella de litro y medio se nos había quedado corta y nos vimos obligados a pagar 8 soles por una botellita de agua. Si en la antigüedad los incas sacrificaban humanos al Sol, hoy en día los peruanos se conforman con sacrificar billeteras en honor a Machu Picchu.
El tour, contratado en Cuzco, duró dos horas y la verdad es que, a pesar de la solana, se nos hizo corto. Junto al guía recorrimos todo el complejo y nos contó infinidad de detalles, historias y teorías sobre la ciudad. Declarada Patrimonio de la Humanidad en 1983 y considerada una de las Siete maravillas del mundo moderno, Machu Picchu es un destino turístico de primer orden a nivel mundial.
En 1911 el norteamericano Hiram Bingham, profesor de Yale, llegó aquí guiado por un niño local y ocultas bajo la maleza encontró un gran número de estructuras. Tras unas breves exploraciones volvió a su país para publicar sus hallazgos y acuñar el famoso título de «la ciudad perdida de los incas». ¿Me diréis que no tiene gancho? Tal fue el éxito de sus escritos que al año siguiente volvió patrocinado por su universidad y por la National Geographic Society. La historia de una ciudad oculta entre las montañas inflamó al instante el imaginario de la época y desde entonces se ha convertido en el icono más reconocible de la intrigante cultura inca.
Pero aunque esta sea la historia más extendida sobre el descubrimiento, está demostrado que habitantes de la zona ya habían llegado aquí tal y como lo demostraban los nombre inscritos en la piedra que el norteamericano halló y que hizo desaparecer para reivindicar su hazaña pionera. Bingham se llevó la fama y, ya que estaba ahí, más de 5.000 artefactos que encontró.
La ciudad está formada por más de 150 edificios entre casas, baños y templos. Quizás sean estos últimos los que nos llamaron más la atención porque son construcciones muy reconocibles y porque circulan muchas especulaciones sobre sus usos y propósitos. En la parte alta encontramos el sector de los templos, articulado alrededor de una plaza cuadrada donde se alzan el templo principal y el templo de las tres ventanas.
Cerca de allí se encuentra el observatorio astronómico con la sorprendente piedra de Intiwatana. Os diremos que este bloque de granito señala los puntos cardinales, pero no se sabe mucho más sobre su propósito. Fijándose en la etimología de la palabra, se cree que era una especie de artefacto para «amarrar el sol» y evitar que este se extinguiera o que no regresara tras la noche. Hay muchas teorías, extraterrestres incluidos por supuesto, pero nada seguro.
El templo del sol resulta también interesante ya que está construido de tal manera que en el solsticio de verano los rayos solares entran a través de las ventanas señalando la fecha. También se sospecha que fue utilizado como mausoleo y que albergó las momias de algunos personajes bastante importantes del imperio. Hay quien dice que la momia del mismísmo Pachacútec reposó aquí durante unos años.
En el templo del Cóndor los antiguos incas aprovecharon la forma de la roca viva para crear una construcción alegórica representando al animal sagrado que, según sus leyendas, fue el encargado de señalarles el lugar donde debía erigirse el asentamiento de Machu Picchu.
Para cuando terminamos la visita guiada, el sol estaba en lo más alto y picaba con ganas. Esto hizo que la mayoría de gente retirara y dejaran las ruinas en una calma relativa. Cubiertos sin asomar un palmo de piel nos dimos un último paseo y aprovechamos para despedirnos de los últimos habitantes del lugar: las llamas. Dando estos pasos finales y contemplando la puerta del sol allá a lo lejos, nació en nosotros la certeza de saber que un día regresaremos a Machu Picchu. Así que para despedirnos solo diremos: «¡Nos volveremos a ver ciudad perdida!«
Nos despedimos de Machu Picchu, pero en ese momento nació una certeza: algún día volveremos a Perú,
Hola, este post me ha fascinado y sin duda Perú sorprende a cada uno de sus visitantes, independientemente de la estación del año, es mucho más que Machu Picchu y estas cuatro visitas son ineludibles.
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