Al fin había llegado el momento de visitar Sudamérica. Este continente era nuevo para los dos y nos tenía expectantes y, porqué no decirlo, algo nerviosos. Aunque la cuestión lingüística y la afinidad cultural, de entrada, parecen quitarle bastante complicación al tramo, no por eso dejaba de producirnos ciertas dudas e inquietudes. Para compensarlas y, sobretodo, para exprimir al máximo los dos meses que habíamos pactado dedicarle a esta etapa, nos plantamos allí con un plan exhaustivo y detallado día a día. Evidentemente, 60 días no son nada para explorar un territorio tan grande y diverso como este, así que la ruta que teníamos preparada se ceñía exclusivamente a visitar «Los Imprescindibles». ¿Primera parada? Perú.
Toma de contacto
El vuelo de Jetblue aterrizó en Lima a las 11 y media de la noche. A esa hora el servicio de autobuses que enlazan el aeropuerto con la ciudad ya no funciona, así que no teníamos otra que tomar un taxi. Llevábamos un buen tute de viaje: habíamos cogido el primer avión dos días antes en Los Ángeles, de ahí volamos a Fort Lauderdale, Florida, donde habíamos hecho una escala de más de 11 horas -¡benditos sean los aeropuertos con wifi gratuito e ilimitado- y luego tomamos otro avión que, en 7 horas, nos trajo hasta la capital peruana. Como os podéis imaginar llegamos agotados y con una sola idea en mente: ducha y cama.
Para agilizar el proceso habíamos contratado un taxi a través de internet con la empresa Taxi Green, que nos recogería en el aeropuerto y nos llevaría directamente hasta el hostal. El traslado costó 60 soles, un precio bastante alto que podríamos haber rebajado si hubiéramos buscado un coche en la misma terminal, pero como queríamos una llegada cómoda, sencilla y rápida, no nos importaba pagar un pico extra. Además, os confesaremos que nos hacía gracia encontrar a alguien esperándonos en la puerta de llegadas con nuestros nombres en un cartelito.
Hasta aquí todo perfecto: teníamos el sello en el pasaporte, las mochilas y a nuestro servicial, pero inteligible taxista. ¿Quizás nos habíamos precipitado al dar por hecho que no tendríamos ningún problema de comunicación? Antes de nada, teníamos que sacar algo de soles peruanos para pagarle la carrera, así que fuimos a uno de los cajeros GlobalNet que hay en el aeropuerto. Probamos el primero y nos dio un mensaje de error, probamos el siguiente y lo mismo, otro y lo mismo. Probamos todos los GlobalNet que encontramos en la planta baja y en todos nos salía un mensaje de error que decía que la tarjeta era inválida o otro que decía que el cajero no podía dispensar la cantidad deseada. Apenas habíamos traído un puñado de dólares y por unos momentos nos quedamos con cara de tontos viéndonos sin dinero.
Por suerte el taxista se iluminó y se acordó que en la planta superior había cajeros del Banco Santander. Fuimos hasta allí, pusimos la tarjeta, tecleamos el PIN, marcamos cantidad y aguantamos la respiración. Tres segundo interminables después el cajero empezó a contar billetes y nos los entregó. Respiramos aliviados: al menos no íbamos a quedarnos sin blanca nada más llegar.
Este pequeño incidente hubiera sido una anécdota totalmente intrascendente si no fuera porque tuvo una desagradable segunda parte. Días después, al revisar los movimientos de las tarjetas a través del servicio de banca en línea, comprobamos que uno de los cajeros se había cobrado la cantidad solicitada aunque no había dispensado los billetes. No sabemos si fue un error mecánico o alguna triquiñuela como la del pegamento en la ranura preparada para atrapar a turistas incautos como nosotros. Lo que si que sabemos es que la jugarreta nos costó 75€ y que provocó el nacimiento de cierto síndrome paranoide en contra de los cajeros automáticos.
Segundo acto
Con dinero en la cartera, montamos en el taxi y, con el escaso tráfico de esas horas de la noche, en media hora estábamos en el hostal, en el barrio de Miraflores. Habíamos reservado una habitación a través de Booking, pero ¡sorpresa! en recepción no tenían constancia de ello y para esa noche ya estaban completos. Era la una, estábamos que nos caíamos y no teníamos donde dormir. ¿Una llegada rápida y sencilla? ¡Qué ilusos! Viendo el panorama, el chico de recepción se prestó a buscarnos algo e hizo una ronda de llamadas entre los hostales cercanos. Sus primeras opciones estaban al completo y no fue hasta el cuarto o quinto intento que nos encontró un sitio a un precio similar.
Viendo la oportunidad, un taxista aburrido que pasaba el tiempo muerto de su turno en la recepción del hostal se ofreció a llevarnos hasta allí por 5 soles. Nos habían dicho que estaba cerca, así que intentamos que nos explicaran cómo llegar por nuestra cuenta, pero no nos daban las señas con claridad e insistían que siendo de noche lo mejor era ir en taxi. Afortunadamente, otro taxista aburrido que rondaba por ahí hizo acopio de honestidad y nos acercó de gratis los escasos 30 metros que nos separaban del otro hostal. De haber sabido la distancia real de la que estábamos hablando ni siquiera hubiéramos subido al coche, pero la cuestión era que por fin teníamos donde dejarnos caer.
Cansados como estábamos y siendo tarde, el error con la reserva nos había indignado bastante, pero a la mañana siguiente, descansados y menos ofuscados nos dimos cuenta que la habíamos hecho para dentro de dos meses después. ¡Ups! Pequeño desliz.
El autobús hacia Cusco
La última parada en Sudamérica sería Lima, así que decidimos dejar visita a la ciudad para más adelante. Nada más levantarnos, tomamos un taxi por 15 soles hacia la terminal de buses, compramos los billetes con la compañía Tepsa (150 soles cada uno) y a las 2 de la tarde ya estábamos rumbo a Cusco. Este iba a ser el primer autobús de los muchos que estaban por venir. Fueron 24 horas -aunque estaba previsto que durara «solo» 21- y en ese momento nos pareció un trayecto extremadamente largo, pero ahora, habiendo hecho viajes de 30 horas del tirón, nos parece poco más que un paseillo en el que apenas hay tiempo de sacar el libro y de tomar cuatro notas.
Nos sorprendieron la gran cantidad de medidas de seguridad antes del embarque: huella dactilar, una cámara montada en un trípode grabándolo todo, detector de metales, cacheo y, una vez a bordo, la azafata nos echó a todos una fotografía a traición y a bocajarro. La empresa presumía de que su flota de contaba con unos avanzados sistemas de localización por satélite y una especie de sensor láser que les permitía detectar si había alguien o algo obstruyendo la carretera con intenciones malévolas. Viendo tanta tecnología no sabíamos si estábamos a punto de subir a un bus o de embarcarnos en el Halcón Milenario.
Todas estas medidas de seguridad nos hicieron pensar que quizás nos enfrentábamos a algún peligro inminente y desconocido, pero tampoco queríamos dejarnos llevar por la paranoia. La cuestión es que el transporte en autobús por Perú no es famoso por su seguridad y, según nos explicaron los locales, no es raro que por la noche en zonas aisladas se produzcan asaltos. También es habitual que algún listo de dedos sueltos decida hacerse cargo de equipajes ajenos que no estén demasiado vigilados aprovechando las horas de sueño, así que esa primera noche en bus no nos dormimos hasta asegurarnos de que la combinación de nudos, candados y de mosquetones que habíamos ideado convertían a nuestras mochilas en virtualmente inviolables. Nosotros quizás no tuviéramos sensores láser, pero os aseguramos que nadie podría echar mano a nuestras mochilas sin que nos diéramos cuenta.
Tema seguridad aparte, el viaje fue más cómodo de lo esperado y estuvo amenizado por el pésimo criterio demostrado por los conductores a la hora de elegir las películas que emitían a bordo. ¿Que el bus está lleno de niños? Pues vamos a poner alguna película cargada de violencia y sexo. ¡Qué grandes mentes! La otra cuestión que «amenizó» el trayecto fue el mal de altura. En un día pasamos de cero a 3.399 metros sobre el nivel del mar y eso se nota. Previendo que pudiera provocarnos alguna indisposición, antes de salir de la terminal nos habíamos tomado un mate de coca, el remedio natural más eficaz contra este mal. Aún así, en el último tramo del ascenso Alexandra notó algún mareo y ganas de vomitar, aunque la cosa tampoco fue a más.
En conjunto el viaje se nos hizo largo e incómodo, básicamente porque nunca antes habíamos pasado tantas horas a bordo de un bus, pero la verdad es que no tardaríamos mucho en recordarlo como uno de los más cómodos y placenteros.
Al final llegamos a Cusco, antigua capital del Imperio Inca, y punto de partida para ir a la búsqueda de nuestro primer Imprescindible. Seguro que ya sabéis hacia donde nos encaminamos.
Deja una respuesta