De diciembre a marzo, la pasión más bestial e irrefrenable llega a las costas de California y se instala en algunas de sus playas. Ni la versión más hardcore de 50 Sombras de Grey os puede preparar para el espectáculo de violencia y sexualidad exaltada que tiene lugar aquí. Es la época de apareamiento de los elefantes marinos y estas criaturas no se andan con galanterías.
Seguimos dirección sur por la Highway 1, la carretera que presume de ser la más bonita de California, y dejamos atrás el Big Sur, su tramo más famoso y espectacular. Había pasado el mediodía y el GPS marcaba que faltaban pocos kilómetros para llegar al pueblo de San Simeon. El objetivo era llegar al faro de Piedras Blancas, donde esperábamos encontrar la colonia de elefantes marinos que buscábamos desde el día anterior cuando nos quedamos sin verlos en el Parque de Año Nuevo. Aunque para nosotros dar con ellos era el principal reclamo de la zona, los turistas suelen venir hasta aquí para visitar el Castillo Hearst, una lujosa mansión construida por el magnate de la prensa William Randolph Hearst. Este edificio histórico, hoy propiedad del estado de California, es el mítico Xanadú que aparece en la película Ciudadano Kane de Orson Wells.
¡Foca a la vista!
Atrás habían quedado los acantilados y la ruta transcurría ahora junto a playas de arena fácilmente accesibles. Conducíamos impacientes buscando la señal que nos marcara el faro cuando avistamos los primeros elefantes marinos. “¡Estos animales son enormes!” fue lo primero que pensamos y es que no os los podéis tomar a broma: los machos alcanzan los 2.300 kilos y los 5 metros de largo y, además, son extremadamente territoriales. Embistiendo con toda su masa y usando sus largos colmillos son capaces de hacer auténticos destrozos.
Refrenamos nuestra impaciencia y obedecimos las numerosas señales plantadas en la cuneta que prohibían la parada. Esperamos hasta dar con un pequeño apartadero, nos orillamos, saltamos del coche y recorrimos al trote el sendero que conducía hasta la playa. Alcanzamos la cima del terraplén que descendía hasta la arena, contuvimos la respiración y abrimos los ojos como platos: a nuestros pies, a unos escasos 10 metros, más de un centenar de animales yacían perezosamente, indiferentes a nuestra llegada, echándose arena sobre la espalda para protegerse del sol. Esta tranquilidad era un espejismo momentáneo, porque aunque parecía que todos estaban medio adormilados, el más mínimo roce con el vecino producía un efecto en cadena que terminaba con una violenta explosión de alaridos amenazantes y dentelladas que se extendía como la pólvora por toda la playa. Contemplando este espectáculo nos sentimos transportados a un documental del National Geographic y la sintonía de El Hombre y la Tierra empezó a sonar en nuestras cabezas. Incluso se nos puso voz de Félix Rodríguez de la Fuente y empezamos a narrar todo lo que veíamos como si fuéramos la voz en off.
Sobre los elefantes marinos
Después del primer contacto, volvimos al coche y condujimos unos pocos kilómetros más hasta llegar a la colonia de Piedras Blancas, donde se puede contemplar una de las concentraciones de elefantes marinos más grande de los Estados Unidos. Gracias a su gran tamaño, estos pinnípedos apenas tienen depredadores salvo otros gigantes del mar como el tiburón blanco o la orca. No obstante, entre el siglo XVIII y XIX, estuvieron a punto de extinguirse a causa de la caza indiscriminada: sus increíbles reservas de grasa los convertían en una inmejorable fuente de aceite. Tal fue la persecución que sufrieron que se llegó a un punto crítico con apenas 50 ejemplares. Hoy en día, gracias a las medidas de protección que se establecieron, se calcula que la población total de la especie ha alcanzado los 175.000 ejemplares.
Pasan entre 10 y 8 meses viviendo en mar abierto, periodo durante el cual apenas contactan con otros de su especie. Esta actitud solitaria contrasta con la del resto del año, cuando se juntan en grandes grupos en tierra firme. En las playas de Piedras Blancas se llega a los 20.000 ejemplares aunque, por una cuestión de espacio y territorio, nunca conviven todos a la vez. Son unos excelentes buceadores capaces de pasarse hasta 2 horas bajo el agua y de sumergirse hasta los 1700 metros buscando a sus presas. Sepias, pulpos y peces forman parte de su dieta en cantidades industriales ¡Que estos cuerpecitos no se mantienen a base de aire!
A partir de los 5 años de edad, los machos desarrollan la proboscis, la curiosa nariz semejante a una trompa que da nombre a la especie. La forma de esta sirve para distinguir las dos especies de elefantes marinos que existen, los del Norte y los del Sur: los primeros la tienen más baja y los segundos la tienen más alta e hinchada.
El desenfreno: época de apareamiento
Cuando llegamos a estas playas era enero, uno de los momentos de más actividad para estos animales. Por estas fechas casi todas las hembras han alcanzado la playa y se han integrado en los harenes de los machos Alfa. Las primeras en llegar ya han dado a luz y el resto o están preñadas o se dedican en cuerpo y alma al apareamiento. Los machos profieren sus viriles ronquidos nasales y defienden a sus hembras ante cualquiera que los desafía o que pase demasiado cerca de ellas.
El apareamiento resulta bastante brutal y cuando la hembra se agita o intenta escaparse del macho, este no duda en pegarle una buena dentellada al cogote para sujetarla.
Alaridos y mordiscos a parte, la naturaleza sigue su curso y la continuidad de la especie está más que asegurada a juzgar por la acción que contemplamos durante el rato que estuvimos ahí. Contemplad la «sonrisa» de este macho recién apareado: la cara de satisfacción habla por si misma, solo le falta echarse el cigarrillo de después.
Las víctimas de todo este frenesí sexual son las crías que, a menudo, corren el riesgo de morir aplastadas bajo la mole de los machos encendidos que no se preocupaban ni lo más mínimo de la seguridad de los pequeños. Gaviotas y buitres sobrevuelan la playa constantemente en busca de las carroñas de los desafortunados cachorros que perecen despanzurrados entre el caos. Las madres amamantas los cachorros durante 4 semanas, periodo durante del cual engordan a razón de 4 kilos y medio por día hasta que llegan a los 120 kilos. Llegados a este peso, la hembra vuelve a entregarse al frenesí del apareamiento y se deshace de la cría. Se acabó la vida familiar y ahora solo queda regresar al mar en solitario.
Aunque no establecen lazos duraderos con su descendencia, durante la época de crecimiento las madres son extremadamente protectoras y no dudarán en lanzarse contra cualquiera que amenace a sus pequeños. Esto es un pequeño aviso para aquellos turistas imbéciles que descienden a la playa con la intención de fotografiarlas de cerca o de intentar la machada de tocarlas.
Pasamos unos cuantas horas contemplando estos magníficos animales, moviéndonos de un grupo a otro buscando siempre los machos a la espera de poder ver algún enfrentamiento. Al final, cuando el sol empezó a caer y el cielo se tiñó de dorado y rojo, echamos un último vistazo a la playa y montamos al coche satisfechos por haber disfrutado de unas escenas que nos parecían sacadas de un documental de La 2. Habíamos pasado dos días buscándolos, los habíamos encontrado y había valido la pena. Con una sonrisa en los labios volvimos a la carretera en busca de Morro Bay, el último pueblo que visitaríamos antes de regresar a Los Ángeles.
Nuestro road trip por el suroeste americano tocaba a su fin.
Deja una respuesta