Al viajar, inevitablemente, te verás envuelto en situaciones en las que te sentirás perdido. Puede que te desorientes y no seas capaz de encontrar la dirección correcta, puede que necesites comunicarte y nadie sea capaz de comprenderte o quizás no entiendas lo que sucede a tu alrededor y que te quedes con cara de tonto sin saber reaccionar. Pasará a menudo y tendrás que emplearte a fondo, exprimir tu cerebro y obligarle a destilar alguna idea salvadora. Nosotros nos consideramos buenos resolviendo esta clase de situaciones y, en el fondo, disfrutamos de ellas, pero confesaremos que hubo una que nos superó: nos perdimos sin remedio en un casino de Las Vegas.
Todas nuestras experiencias previas no sirvieron de nada a la hora de enfrentarnos a ese laberinto de luces, tragaperras y salas de reuniones diseñado para que nadie escape. Nada más llegar, nos habíamos adentrado con curiosidad en el casino-hotel Bellagio, pero después de recorrer varias galerías de tiendas y de pasearnos entre mesas de juego e interminables hileras de tragaperras, decidimos ir a cenar. Aquí empezó el problema.

Recorrimos pasillo tras pasillo sin ubicarnos en ningún momento. Lo único que podíamos hacer era seguir avanzando
Nos habíamos despistado y no recordábamos por donde habíamos entrado, así que empezamos a deambular por los pasillos del edifico. Dimos vueltas y vueltas durante unos veinte minutos con una frustración creciente hasta que al final, sin que nuestra lógica y sentido de la orientación sirvieran de nada, el casino decidió que ya nos podíamos ir y dimos con el hall principal. Salimos de allí y nos quedamos mirando la entrada como Paco Martínez Soria en la gran ciudad. Las Vegas nos había atrapado, digerido y regurgitado sin que pudiéramos hacerle nada.

Antes de encontrar la salida nos topamos con esta gran habitación decorada como si fuera un jardín chino y con unas grandes cabras robóticas
Este fue el primer contacto con la ciudad y nos había quedado la incómoda sensación de que nos había dejado en evidencia. Habíamos venido hasta aquí con la intención de volvernos a casar en una de esas ceremonias kitsch con un Elvis de por medio, pero de repente nos sentíamos tan ajenos al lugar que descartamos la idea. Las Vegas no era para nosotros y no iba a ser el escenario de un momento tan representativo para nosotros.
La suerte del principiante
En realidad poco os podemos contar de nuestro paso por la ciudad. No hicimos nada inconfesable: no hubo ni alcohol, ni desmadre, ni resaca. Pero aunque no nos atrevimos con la ruleta ni el black jack, sí que probamos suerte con las tragaperras.
Disimulando nuestra ineptitud paseamos por las salas de juego del casino Flamingo y después de descartar las máquinas de Sexo en Nueva York, las de Titanic, las de Dungeons&Dragons y las de Rembrandt, probamos suerte con las de El Señor de los Anillos. Alex metió un dólar, le dio a la palanquita y un minuto después, tras muchas luces, cartelitos de mirar arriba, avances y otros giros en los que no intervinimos para nada, nuestra inversión se había transformado en ¡27 dólares! Vale, un premio así no nos iba a retirar, pero “la pela és la pela” y ya que la suerte nos había sonreído por un momento, decidimos aprovecharlo y fuimos a canjear el abono al instante. Ya teníamos la cena pagada.
La experiencia nos animó bastante y de repente ya no nos parecía un lugar tan hostil. Volvimos a intentarlo, pero la suerte ya no estaba de nuestro lado y no conseguimos ganar nada más. Aun así, el saldo entre lo perdido y lo ganado quedó en positivo así que siempre podremos decir que fuimos a Las Vegas y ganamos.
¿Qué ver en Las Vegas?
Descartada la idea de la boda y viendo que tampoco íbamos a hacernos ricos nos planteamos “¿Y ahora qué hacemos?” Las opciones aquí están claras: o gastas dinero en los casinos o paseas por los casinos. Es verdad que hay una gran cantidad de espectáculos y que se pueden obtener entradas de última hora a precios rebajados en alguna de las oficinas que hay en el Strip de Las Vegas , la calle principal, pero los únicos espectáculos con precios asequibles esos días eran monólogos humorísticos y los más llamativos, como los famosos shows del Circo del Sol, tenían unos precios fuera de nuestro presupuesto.
Lo único que nos quedaba era pasear por las calles y encontrarnos con todos esos casinos tan emblemáticos que hemos visto en tantas películas y episodios de CSI: Las Vegas. Está la pirámide y la esfinge del Luxor, la réplica de la torre Eiffel del Paris o los canales venecianos reconvertidos en galerías comerciales del The Venetian.
Entre las actividades gratuitas, la más famosa de la ciudad es, sin duda, el espectáculo de las fuentes del Bellagio y que se puede ver todas las noches cada 15 minutos. A nosotros nos pareció francamente decepcionante, nada especial, pero la gente parecía disfrutarlo mucho.
También fuimos al Treasure Island donde habíamos leído que representaban un espectáculo de piratas, pero cuando preguntamos por ello nos dijeron que ya no se hace. Aun así conservan los barcos expuestos y nos dieron las señas para que fuéramos a verlos, pero ¡Oh sorpresa! Nos perdimos a medio camino y terminamos en una sala de apuestas deportivas con grandes pantallas retransmitiendo una docena de eventos distintos. Desde combates de la UFC a carreras de caballos, aunque el protagonista indiscutible era el partido entre los Seattle Seahawks y los Green Bay Packers de los play-off para la Superbowl. El ambiente estaba calentito.
La fauna autóctona
Si uno observa las salas de juego de los casinos como si fuera un Félix Rodríguez de la Fuente, descubrirá una gran variedad de especies. Las más comunes son los curiosos de fin de semana, los grupos de amigos en busca de un destino barato para pegarse una buena juerga y los jugadores con clase. Pero ocultos detrás de todos ellos, existen una serie de ejemplares aislados, pero fácilmente detectables, que resultan de lo más decadentes. Madres de familia con un cigarro en una mano y empujando el carrito del bebé con la otra y con una ristra de niños corriendo de una tragaperras a otra, ese ejemplar asiático copa en mano al que observamos antes de acostarnos y al que volvimos a ver con la misma vestimenta a la mañana siguiente aun sentado en la mesa de juego o esa pareja de mirada perdida que se paseaba por el casino con una manta y un cojín dispuestos a pasar la noche en cualquier rincón. Todo un espectáculo de la naturaleza que nos demuestra que a pesar de todas las luces, hay muchas sombras en esta ciudad.
Alojarse en Las Vegas
La ciudad ofrece una gran cantidad de opciones para alojarse y la oferta se ajusta a todos los bolsillos. Nosotros elegimos quedarnos en un hotel Super 8, en la calle Koval Lane, bien ubicado, a buen precio y fácil de encontrar con el coche. El hotel incluía el desayuno, pero aquí está todo pensado y repensado: para llegar al comedor hay que cruzar obligatoriamente la sala de juego y todo lo que sirve contiene azúcar para mantener a los huéspedes bien atentos y nada de proteínas, no vaya a ser que la digestión le de sueño a alguno y decida retirarse a la habitación. Todo planeado.
Al salir del hotel encontramos, por casualidad, un punto que quizás a alguno os resulte de interés. En la esquina entre Koval Lane y Flamingo Road hay un poste de luz cubierto por pintadas que recuerdan a Tupac Shakur, el famoso rapero, que encontró su prematuro, pero anunciado final en este lugar tras recibir tres balazos de unos desconocidos.
Antes de irnos
No nos íbamos con los bolsillos llenos, pero había algo que si o si teníamos que llevarnos, uno de los imprescindibles de Las Vegas. A la salida de la ciudad fuimos a buscar el clásico cartel de “Welcome to Fabulous Las Vegas”. Para encontrarlo hay que coger la calle Las Vegas Blvd dirección sur. Es realmente muy sencillo de encontrar y no os preocupéis porque esté en la mediana de la carretera, ya que dispone de su propia zona de aparcamiento.
Con esta foto nos despedimos de la ciudad del pecado y volvíamos a la carretera. Es cierto que no vamos a recordar estos tres días por el desenfreno y que nuestra llegada fue un poco incómoda, pero al final nos llevamos una buena sensación del lugar.
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